El color de una estrella fugaz

El corazón era el único órgano que gritaba en el silencio de su cuerpo. Sus bailarinas negras, roídas por la suela… y por los años, parecían no querer avanzar, como si alguien les hubiera advertido de que, aquella, sería la última vez que pisarían el suelo granate de Tribulete 7.

Ganando la pelea a su propia inmovilidad, Martha se acercó a las escaleras para comenzar a subir. Cuanto más lentos hacía los pasos, más rápido corría su pulso. Fue contando uno a uno los viejos escalones de madera. 42 desde la entrada del portal. Mil veces los había contado a lo largo de los diez años que llevaba tocando el timbre del 3º izquierda.

Por mucho que ralentizó el diapasón de sus piernas, el momento ya había llegado. Porque el momento de herir a alguien siempre llega, aunque nos hagamos los escurridizos.

Había sido su amiga Charlen quien les había presentado. El era un pintor joven, con su nombre escrito en imprenta de oro en los diarios. Sus juegos con la luz, la abundancia de color, la claridad de sus cuadros… le llevaron a ser apodado por la prensa como «el nuevo Degas». Ella aún era un sueño de modelo, más escuálida por el hambre que por el gaje de la profesión. Su piel era de nata, alta como una espiga, con ojos enormes y verdes y labios de formas turgentes y morbosas.

Se vieron, se conocieron, ella se convirtió en su musa y él en su nevera llena. Los cuadros eran luz pura, él la pintaba llena de colores vivos, con destellos de sensualidad y brillos de pasión. Entre lienzos y veranos, llegaron los besos y el amor.

Pero el último año había sido terrible. Las estrellas que más brillan son siempre las fugaces, y una vez que se apagan, nadie se vuelve a acordar de ellas.  El resto corre por cuenta del alcohol.

Con los ojos trémulos de lágrimas, Martha llamó al timbre y escuchó los pasos de él acercándose desde el pasillo hacia el hall. El eco de los techos altos de la casa, hacía más solemne aquel terrible momento. Su corazón ya era una bomba que repartía sangre a paso legionario.

-Hola Martha. Pasa…

Fueron tres horas de peleas, de silencios, de te odio y de lo siento, de me marcho y de me muero… Derrotado, con la camiseta empapada de whisky, él la hizo esperar en la puerta mientras ella encajaba su huida en un gorro de lana rojo. Balbuceante de alcohol, él se acercó por el pasillo y le dio lo que parecía ser un cuadro envuelto en una sábana que, seguramente, la habría visto desnuda más de una vez.

-Toma, quédatelo. Te lo hice hace dos meses. Pensaba regalártelo por tu cumpleaños pero se me pasó. Me estás matando…

Ella sólo contó hasta 22 mientras bajaba a toda prisa los escalones. Abrió el portal y salió a la calle. Era la primera vez que respiraba en tres horas… Tal vez en un año…

Cuando llegó a su casa apoyó el cuadro en el sofá blanco del salón, preparó un té verde, se quitó las bailarinas negras y se sentó. Desvistió el cuadro y al observarlo se le llenaron los ojos de sorpresa y de calma. Con el té encerrado entre sus manos, se quedó observándose a través de los ojos enfermos de él.

Se sintió triste, pero aliviada.

6 thoughts on “El color de una estrella fugaz

  1. Muy bien, redios.
    Nos llevas tan dentro de la casa, es tan veraz, que al leerlo de nuevo piensas juraría que yo ya he estado aquí, en este pasillo, en esta puerta.
    Fueron tres horas de me marcho y de me muero.

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