La vida bien merece un órdago

llévame a NY

El se levantó de la cama. Ella, con su pelo de cristal negro extendido sobre la sábana, seguía durmiendo enrocada a la almohada. El no lo entendía. Llevaban apenas dos meses viviendo juntos, pero aquella era su última noche. No podía comprender su desidia.

Aún así, consciente de que no hay nada más arriesgado que no arriesgar, siguió con su plan. Así que se levantó de la cama y, descalzo para no hacer relinchar la madera vieja del piso, caminó hacia la puerta. Ya en el pasillo, delante del baño, se tropezó con una zapatilla de ella. Le extrañó, era muy ordenada, pero no le dio mayor importancia a ese detalle. Estaba más ocupado en repetir en voz baja la misma novena…

-No entiendo que puedas dormir. No lo entiendo…

Después de sobrevolar el pasillo de puntillas llegó por fin a la cocina, y al encender, echó un último vistazo a las paredes «azul barco», como ella las había bautizado aquel verano en el que, por fin, él se atrevió a invitarla a subir.

– Dan ganas de correr por el pasillo gritando Chanquete ha muerto. Dijo ella irónica.

– Pues hazlo, y cuando llegues a mi habitación te desnudas. Respondió él, aterrado por el órdago que acababa de soltar por la boca.

Ella corrió y al llegar a la habitación, claro, se desnudó. Hacía ya casi un año de aquello.

Con todos esos recuerdos metidos a presión en la cabeza, abrió el falso cajón de las medicinas donde guardaba las herramientas, cogió el rollo de celo y volvió a la habitación. Después de quince minutos, se acostó otra vez en la cama acercándose más a ella, y repasó con la nariz toda su espalda para no olvidarse nunca de su olor. Ella seguía durmiendo, tranquila, con sus largas piernas formando una espiral alrededor de la almohada. El no tardó en quedarse dormido también.

A la mañana siguiente, muy temprano, ella se despertó e incorporándose hacia él, dejó caer su pelo sobre su cara y le besó.

-Buenos días neoyorkino. Tienes tres horas para olvidarte de mí y salir disparado hacia tu nueva vida de americano cool.

El abrió los ojos y la miró como quien mira un regalo que tiene que devolver porque no es suyo. Se la quedó mirando y no dijo nada.

Ella se levantó arrastrando sin querer la sábana y, al abrir la persiana, se quedó inmóvil ante lo que sus pupilas le estaban descubriendo mientras se adaptaban a la luz. Donde ella buscaba sol y claridad, encontró una cartulina grande y blanca que tapaba toda la ventana y con unas letras rojas pintadas a mano que decían…

Sin mirar hacia atrás y como una autómata, ella sintió que se desvanecía hacia el suelo, y apenas sin reaccionar, volvió la cabeza hacia él, le miró durante unos segundos y, casi llorando, le dijo…

-¿Es que te has vuelto loco?

Luego apoyó los codos sobre las rodillas desnudas y, nerviosa, tapó su cara con las manos mientras el pelo, rozando la sábana, caía vertical hacia el suelo.

Aún aturdida, no se dio cuenta pero él, avergonzado tras su reacción, y con la tristeza acompasando cada movimiento de su cuerpo, se había ido hacia la ducha sin poder mirarla a los ojos. Se sentía derrotado.

Según andaba por el pasillo, con los pasos tibios y amargados, vio la zapatilla con la que se había tropezado de noche en la puerta del baño. Por un momento la rabia se impuso a su tristeza y la apartó de una patada. Luego entró al baño y cerró la puerta tras él. Esta vez había perdido el órdago.

Cuando fue a abrir el agua caliente de la ducha, se dio cuenta de que faltaba algo de luz. Alzó la vista hacia la ventana y vio un cartel verde, colgado de la ventana. Paralizado ante él, leyó…

Mientras intentaba volver a respirar, abrió el grifo del agua fría y se duchó durante un buen rato, mirando fijamente la ventana.

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